jueves, 27 de octubre de 2011

El olor del subsuelo

Fotografía y texto: © Eduardo Ruigómez




El calor sofocante de un octubre anestesiado invita a eludir la calle. El metro se brinda como una alternativa interesante. Cambio el rumbo. Adiós calle, adiós. Cuando abandonas la acera y desciendes por las escaleras, el cielo se desvanece e irrumpe la falsa noche. Pasillos como túneles modelan los pasos y los destinos de seres encogidos. Las tinieblas del subsuelo dan cobijo a caminantes superfluos, alimentados sólo por la urgencia de un destino infructuoso. Me sumo al coro y me dejo llevar. Suelto amarras y floto. Arriba he dejado las raíces de la señora Woolf que me ligaban a la realidad. Floto y me dejo llevar por la corriente de pasos apresurados. El tiempo es frágil y se pierde entre los tacones de la ansiedad. No veo rostros, sólo espaldas. No veo color, sólo gris grisáceo. Huele a ensaimada con chocolate rancio, como el otoño de la señora Slama. Sin embargo, no hay en el metro rastro de esas mujeres que tan dentro llevo; a mi alrededor crece la desbandada. Porque cuantos más estamos siendo sin ser, el vacío es más intenso. En las escaleras mecánicas se transforma la ventisca, desdoblándose en galgos y podencos, según quien seas arriba te espera la tierra prometida o más de lo mismo. Me apunto a los segundos y aparco el cuerpo impasible al flujo envolvente. A pesar de todo, siento que aquí el ruido es menor e incluso puede oírse a los otros. <<Mamá, me he hecho daño>>. La voz frágil de una niña pidiendo sopitas a su protectora. <<¡Jódete!>> truena de forma violenta la madre. Algo se ha roto. No puedo mirar hacia atrás. No puedo fundir con una mirada asesina el cuerpo de la cromañón. Pienso en Buñuel, en lo que haría con una madre canalla y un diálogo tan surrealista. Pienso en George Borrow, incapaz de vender biblias en una España analfabeta, sobrada con atender las lecturas en la iglesia. Pienso en Martha C. Nussbaum defendiendo la educación socrática de Rabindranaz Tagore y Estados Unidos en un mundo sordo y paleto.

Aturdido. Huyo hacia arriba. A la luz y el aire. Igual que despertar de una pesadilla siniestra. El mundo es feo, el mundo es bello. Huyo ciego de las pequeñas miserias. Quiero alejarme de la escena del horror, así que emprendo mis pasos hacia la primera calle a la vista. Observo los rostros con los que me cruzo. Ninguno ha oído lo que he oído. Esta ciudad superpoblada y poco humana invita al desarraigo, como si se hubiera perdido un eslabón entre los ciudadanos y su habitat. Estoy desorientado, avanzo lento. En una esquina me sale al paso un hombre viejo. Delgado, pelo blanco, bien vestido. Me recuerda a una fotografía de J. D. Salinger. Algo extraño delatan sus ojos. Desprenden una mirada penetrante, con un halo de misterio y angustia. 
<<Por favor caballero, ¿ve ese paquete que tengo apoyado en la pared? Es un cuadro muy grande, pero no pesa nada>>. Efectivamente, puedo ver un objeto de casi tres metros de alto, envuelto en papel y reforzado con unas cuerdas. Bien puede ser un cuadro, porque el lomo es delgado. Asiento con la cabeza. Y compruebo, como suele pasar en las películas, que no hay un sólo alma alrededor, sólo decenas de coches como muertos y en procesión. El hombre fuerza el gesto hasta un expresionismo digno del cine mudo. Gesto de desesperación. <<Necesito una furgoneta. ¿Sabe usted donde puedo conseguirla?>>. Y a continuación amplía su petición con nuevas palabras reiterativas. En un instante pasan veloces dispares ideas por mi cabeza: está como una cabra, ¿dónde está la cámara oculta de la tele?, ahora me asalta por detrás el socio con la navaja, ¿cómo ha traído ese bulto hasta la calle?… y pienso por segunda vez en Buñuel. Y también en la señora Slama, a punto del derrumbe. Quizás sólo el surrealismo sea capaz de interpretar la realidad de forma correcta. Tengo que cortar la escena. Eludo a duras penas el encuentro y me alejo. Como buen ciudadano, hago ¡click! y paso página.


¿Cuál será el siguiente impacto? Hoy daría mi alma por tropezarme con Robert Walser en su paseo cotidiano. Quién sabe, todo es posible. La inmortalidad, conjuntada con este otoño tardón, también es surrealista.